Las políticas de igualdad siguen siendo una asignatura pendiente para España.

          Las políticas de igualdad de género han tenido un desarrollo espectacular en España desde principios de la democracia. Se han institucionalizado gracias a la creación de organismos de igualdad en todos los niveles de gobierno, han diversificado sus instrumentos incluyendo planes, leyes y unidades de género, y han generado unos avances que desde 2004 hasta 2008 indicaban cierta consolidación. Sin embargo, el retroceso provocado por las políticas de ‘austeridad’ adoptadas a partir de 2008 en respuesta a la crisis económica ha mostrado una falta de priorización de las políticas de igualdad cuando estas entran en conflicto con otras prioridades económicas. En este contexto, a pesar de la movilización de la sociedad civil, las políticas de igualdad en España tienen por delante un camino tremendamente incierto.

         2010 marca un hito en la evolución de las políticas de conciliación en Europa y, especialmente, en España. En el ámbito europeo, se acaba la Agenda 2010 de la Estrategia Europea de Empleo y se pone en marcha la Estrategia 2020 una estrategia marcadamente activadora, en la que desaparecen los objetivos de política de igualdad de oportunidades y de conciliación.

         ¿Cómo ha sido posible tal ataque a las políticas de conciliación y, en general, a las políticas sociales?

           La crisis económica y el espectacular aumento del desempleo se traducen, a su vez, en un debilitamiento de los recursos de poder de las mujeres. Por un lado, las debilita como trabajadoras, al condenarlas al desempleo o a la precariedad, empujándolas a reducir su participación en partidos, sindicatos u otro tipo de organizaciones; por otro, debilita también su posición en la esfera privada, al aumentar las necesidades que ya no pueden cubrir pagándolas en el mercado y que tampoco cubre un Estado del Bienestar recortado. Esta reducción de los recursos de poder de las mujeres queda patente, como vemos, en la evolución paralela que ha sufrido en los últimos años la tasa de empleo femenino. Así, las políticas de conciliación de la vida laboral y familiar, que parecían ser una prioridad para partidos, sindicatos y policy-makers en la época de expansión, han desaparecido rápidamente de la agenda política.

          A continuación les invito a que se detengan un minuto para ver este vídeo donde se refleja claramente resumida la situación en la que se encuentra la sociedad y las mujeres españolas en estos momentos con respecto a las políticas de igualdad en España.

Economía y desigualdad: la mirada feminista.

Las desigualdades de género en el ámbito de lo económico han formado parte de los análisis críticos que se remontan a finales de los años 60. A partir de principios de los años 90 surge el término “economía feminista”, que tuvo un fuerte impulso con la creación de la Asociación Internacional de Economistas Feministas en 1992, seguida por la Conferencia Mundial sobre la Mujer de 1995 en Beijing.

Esta corriente de pensamiento, desvela y critica su sesgo androcéntrico y define de manera más amplia lo económico, prestando fundamental atención a las actividades “invisibilizadas” históricamente y realizadas principalmente por las mujeres; presta atención a las relaciones asimétricas de poder entre hombres y mujeres para cuestionarlas. Sostiene que la economía no solamente funciona en base al objetivo de maximización de las ganancias, sino también al trabajo orientado a la provisión de cuidados de las personas y a la solidaridad.

Las relaciones desiguales de género se expresan entre otros aspectos en la distribución de los trabajos (remunerados y no remunerados), en su valoración social y económica, en la distribución de ingresos, recursos económicos y activos de diferente tipo.

La economía del cuidado

La “economía del cuidado” es un concepto impulsado desde la economía feminista que ha permitido articular demandas de equidad de género y abrir espacios de diálogo con las políticas públicas. Se entiende por cuidados las actividades que se llevan a cabo y las relaciones que se entablan para satisfacer las necesidades materiales y emocionales de los seres humanos. “La ‘economía del cuidado’ tiene la ventaja de aunar los varios significantes de ‘economía’ –el espacio del mercado, de lo monetario y de la producción, allí donde se generan los ingresos y donde se dirimen las condiciones de vida de la población– con el ‘cuidado’ –lo íntimo, lo cruzado por los afectos, lo cotidiano–”.

El cuidado está fuertemente atravesado por lo social, tanto en términos de género como de clase. La desigual distribución en términos de género del trabajo doméstico y de cuidados se encuentra en el origen de la posición subordinada de las mujeres, y de su inserción desventajosa en la esfera de la producción. Pero también es injusto cómo se distribuyen los cuidados, es decir, cuánto y cómo somos cuidados dependiendo de la clase social a la que pertenecemos, el género y otros factores sociales.

Las inequidades de ingresos, laborales y en los hogares constituyen un aspecto central del funcionamiento económico; en ese marco, las desigualdades de género en el trabajo no remunerado y de cuidados, que por sí mismas dan lugar a desigualdades de ingresos, “se sobreimprimen sobre las desigualdades en los ingresos laborales, reforzándose mutuamente”.

Por todo ello, la economía feminista introduce las relaciones de género como un elemento constitutivo del sistema socioeconómico. Se pone cuerpo a la teoría,  reconociendo que los agentes económicos no son “homos economicus” abstractos, sino sujetos marcados por el género, la raza/etnia, la clase social, la condición migratoria, la orientación sexual, la identidad de género, etc. La economía feminista desvela que el Robinson Crusoe que la economía neoclásica utiliza en sus modelos matemáticos, asegurando que es una metáfora universal del ser humano, realmente es el símbolo del sujeto privilegiado en el sistema económico dominante. Esta figura convierte a todo el resto de personas en el otro.

La economía feminista no es un cuerpo único de ideas sino una diversidad de planteamientos que van más allá de hablar de la situación específica de las mujeres y/o de su diferente posición respecto a los hombres en la economía, o de proponer políticas que moderen los impactos de género negativos del funcionamiento del sistema económico. Suponen un cuestionamiento fundamental de la disciplina.

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La economía feminista tiene al menos tres objetivos principales.

  • Busca identificar los sesgos androcéntricos de las teorías económicas, que impiden tener una comprensión integral de la economía y de los procesos de inclusión/exclusión que en ella se producen, especialmente de los marcados por el género.
  • Pretende obtener herramientas conceptuales y metodológicas para revertir dichos sesgos y aplicar una perspectiva feminista a la comprensión de fenómenos económicos, desplazando el eje analítico de los mercados a los procesos que sostienen la vida.
  • Se propone reflexionar sobre los procesos y políticas económicas actuales recuperando las esferas invisibilizadas de la economía y preguntándose cómo interactúan con la desigualdad entre mujeres y hombres.

 

Desigualdades contra las mujeres en el mercado laboral: efecto acumulativo.

One businesswoman opposite row of businessmen on seesaw

 

Hace poco pudimos ver la ópera «Street Scene«, de Kurt Weill, que representaban en el Teatro Real de Madrid. La acción transcurre en una agobiante escalera de vecinos del Lower East Side del Nueva York de los años treinta del siglo XX. El ambiente es asfixiante y claustrofóbico, y no solo porque transcurre en unos sofocantes días de julio, sino sobre todo porque plasma de manera angustiosa cómo era la vida de muchas mujeres de las clases populares en esa época: confinadas en sus hogares, en la rutina del trabajo doméstico, en unas relaciones de pareja agotadas (cuando no de violencia doméstica), en la falta de horizontes, sin escapatoria.

La visión de ellas es más asfixiante que la de ellos porque el margen de maniobra de ellas, su capacidad de agencia era mucho más limitada. Hasta hace no demasiado tiempo las mujeres no podían votar, tenían severamente restringido su acceso a la educación, a la mayoría de ocupaciones, a la ciencia, a la política, a los puestos de responsabilidad en las organizaciones. En la familia ocupaban una posición de subordinación respecto de sus maridos, vivían tuteladas y «protegidas» por éstos. Además, el único camino abierto para la mayoría de ellas, el del trabajo doméstico y de cuidados, estaba devaluado socialmente precisamente por estar realizado por mujeres.

Afortunadamente la vida de las mujeres ha cambiado radicalmente desde aquella situación.

La desigualdad de género que existe en la actualidad no es ni tan impúdica ni tan intensa como la descrita anteriormente, pero existe. Si nos centramos en la desigualdad de género en el mercado laboral (cuya consecuencia final es la brecha salarial), parece que existen muchos ejemplos en los que se dan «pequeñas» o «sutiles» situaciones de desigualdad o barreras al progreso profesional de las mujeres. Tomadas cualesquiera de estas barreras aisladamente parecen poco importantes y subsanables con un poco de relevo generacional.

Por todo ello me pregunto ¿Te puede penalizar profesionalmente ser madre? La falta de corresponsabilidad mujer-hombre en el trabajo doméstico y de cuidados, en interacción con unas normas de género tradicionales y esencialistas, la insuficiente cultura de las empresas en esta materia, la ausencia de unos permisos de maternidad y paternidad igualitarios, son todos ellos, factores que explican que, en promedio, exista una penalización laboral por maternidad (y quizás un premium por paternidad).

En países como España el uso de las medidas de conciliación tras tener un hijo puede acarrear consecuencias profesionales y sobre los ingresos. Y, de acuerdo con una encuesta que realizamos en 2016 entre 1.785 parejas con hijos pequeños de la Comunidad de Madrid, existe una gran desigualdad de género en el uso de las mismas. Por ejemplo, tras el nacimiento o adopción del niño/a las madres utilizaron un promedio de 159 días de baja para cuidar del bebé mientras que los padres utilizaron 14 días. Y un 37,8% de las madres solicitaron una reducción de jornada o trabajar a tiempo parcial al reincorporarse a sus trabajos, mientras que tan solo un 4,4% de los padres hicieron eso mismo.

Por su parte, por el lado de la demanda (por el lado de los empleadores), el hecho de que la conciliación recaiga sobre las madres hace que éstas sean vistas con frecuencia como menos comprometidas con la empresa que las trabajadoras «no madres», o que los padres. Shelley Correll, en una investigación publicada en 2007, nos ha aportado evidencia acerca de cómo determinados estereotipos en torno a las madres generan sesgos negativos en la evaluación de las mismas en los procesos de selección o de promoción.

Correll diseñó un solo cv correspondiente a una persona con un perfil profesional cualificado y dividió aleatoriamente en dos grupos a los participantes en su experimento. A la primera mitad les entregó dicho cv correspondiendo a una candidata «madre» y a la otra mitad les entregó el mismo cv correspondiendo a una candidata «no madre». Los participantes recomendaron contratar a la candidata madre en un 47% de los casos y a la «no madre» en un 84% de ellos. Además, ofrecieron a la madre un salario un 7,4% menor que el ofrecido a la «no madre».

A partir de aquí no extraña tanto que en nuestra encuesta a parejas con hijos pequeños un 40,5% de las madres afirmaran que la maternidad les había perjudicado profesionalmente bastante o mucho, mientras que tan solo un 8,9% de los padres declaraban esto mismo respecto de su paternidad.