Si la familia es el espacio de la microsolidaridad (Moreno, L., 2003, pág. 2), la reclusión obligada en el espacio doméstico -que han sufrido los hogares españoles durante los meses de marzo a junio de 2020- ha incrementado la sobrecarga habitual de trabajo de las mujeres en nuestro país. Fuera y dentro del espacio doméstico sus responsabilidades -remuneradas o no- se extienden a lo largo de una jornada interminable (Durán, 1986; Moreno, 2003), que convierte el tiempo femenino en una trampa fascinante.
La cuarentena impuesta por el control de la pandemia de Covid-19 no sólo ha permitido evidenciar la fragilidad de la vida humana, sino la necesidad irrevocable de proteger las tareas de cuidado -más sencillas y cotidianas- para garantizar la reproducción -segura, natural, confortable- en nuestras sociedades tecnológicas. “¿Cuál es el papel de las familias en la producción de bienestar en las democracias industriales avanzadas?” (Moreno, L., 2003, pág. 4).
Amortiguar el impacto social de los recortes neoliberales en los sistemas públicos de bienestar desde los años 80 y 90 ha invocado los super-poderes -íntimos, sacrificados, casi sobrenaturales- de las mujeres que cuidan del bienestar individual y garantizan la cohesión social (Moreno, L., 2003, pág. 6). La mano que mece la cuna no es la mano que gobierna el mundo -parafraseando a William Ross Wallace (1865)-, sino la que lo sostiene cuidadosamente desde abajo, con su enorme peso cargado a la espalda y traducido después en las brillantes cifras macroeconómicas de los Estados nacionales. La ofensiva neoliberal contra el gasto público ha tenido como consecuencia una mayor intensidad del sobre-esfuerzo femenino en el interior de los hogares; una forma de privatización del gasto (económico, pero también físico, psicológico, emocional, …etc.), asociado a la realización de las tareas de cuidado.
El difícil equilibrio de las economías familiares se construye paradójicamente sobre la hiperactividad de estas super-mujeres multifuncionales, que en la Europa mediterránea son una realidad transversal -con independencia de la clase social de origen- (Moreno, L., 2003, pág. 9). Bajo este modelo de reproducción social, no cabe sino la prolongación de la desigualdad de género dentro y fuera del hogar.
Pero el asombro por una evidencia tan antigua -como la brecha de género dentro de los hogares- fue tan fresco e inesperado, como la primera mañana de confinamiento. De repente, los niños y las niñas no iban al cole y la casa se había transformado en una oficina mutante, con espacios prodigiosos que se abrían y cerraban a la mirada de gentes extrañas, que hablaban desde muy lejos a través de pantallas fluorescentes, como piscinas en las que nadaban con la mitad del cuerpo aún en pijama, a un ritmo laboral distinto, pero intenso, sin horarios, porque todas las horas servían, la disponibilidad era completa, la urgencia veloz y el movimiento -sin movimiento- aún más extenuante.
¿Cómo han podido afrontar hombres y mujeres esta locura extraordinaria de trabajar y cuidar de la familia desde casa durante el tiempo de cuarentena? ¿Por qué, paradójicamente, estar dentro del espacio doméstico ha multiplicado la jornada femenina -ya de por sí extensa- frente a la de sus compañeros varones? ¿Qué efecto multiplicador ha tenido esta circunstancia excepcional para hacer estallar por los aires el precario equilibrio entre el tiempo de vida y el tiempo de trabajo, que las mujeres negocian día a día en sus espacios laborales y familiares?
Como advierte la socióloga Mª Ángeles Durán (2002, pág. 47), “los tiempos de cuidados tienen una difícil valoración económica, porque dentro del hogar están muy asociados a la afectividad”. Aunque las actividades domésticas y familiares resulten difíciles de medir, consumen el tiempo de quienes se dedican a ellas. Si son imprescindibles para el mantenimiento de la vida, no puede hablarse de producción exclusivamente por referencia a los bienes y servicios intercambiados monetariamente en el mercado; ni tampoco del trabajo para designar sólo al empleo remunerado en el mercado laboral. Además, la distribución desigual de las responsabilidades de cuidado entre hombres y mujeres continúa legitimando un modelo económico, social y cultural, que asigna a los varones el rol público productivo y a las mujeres el rol privado familiar y doméstico (Carrasco, C., 2001, pág. 1).
En la intimidad del confinamiento, el tiempo de las mujeres se esfumó multiplicándose, prologando la hiperactividad femenina hasta pulverizar el tiempo del autocuidado -la comida, el sueño, el ocio, …etc.- para cumplir con las exigencias diarias de la distribución de la carga de trabajo. Una empresa histérica -que no puede ser medida en la pulcritud estadística- y ha convertido la conjunción extraordinaria de espacio-tiempo dentro de la casa -sobre todo para las mujeres con cargas familiares- en una manifestación hiperbólica de la división sexual del trabajo, haciendo de lo privado una tarea pública -el teletrabajo con niños omnipresentes en las reuniones en formato digital- y de lo público una actividad privada -la escuela en casa, las madrugadas de dedicación laboral, …etc-.
Lo peor es que todas estas cuestiones “se perciben como extralaborales” (Borràs, Torns y Moreno, 2007, pág. 87) y no sólo no entran dentro de la negociación colectiva, sino que tienden a perpetuar en el imaginario social las características del modelo male breadwinner. El horario del teletrabajo -con su falacia sobre la flexibilidad horaria- se convierte en “el único visible y alrededor del cual hay que organizar y programar el resto de trabajos y tiempos” (Borràs, Torns y Moreno, 2007, pág. 90).
Ante la nueva realidad sociolaboral -que intensifica el uso del tiempo entre las mujeres por la simultaneidad horaria de sus actividades-, habrá que mejorar los instrumentos de medición del trabajo familiar y doméstico -en qué consiste, quienes lo hacen, cuándo, en qué momento y con qué impacto sobre la calidad de vida y el bienestar social de las personas- para iluminar esa caja negra en que consiste muchas veces el hogar, que “es la esfera desde donde se organiza la vida” (Carrasco, C., 2001, pág. 4).
No es cuestión de cuidar y trabajar a la vez -como sugiere la visión deformada del discurso androcéntrico sobre el tiempo de las mujeres-, porque cuidar es un trabajo -importantísimo, además-; sino de tomar muy en serio los excesos de la jornada femenina para no profundizar en la brecha de género, que los cuidados imponen dentro de las familias y de la sociedad en general. De lo contrario, cabría preguntarse: “¿seguirán siendo las mujeres las que con mayor frecuencia se constituyan como el eslabón flexible cuando el requerimiento en cuidados se vuelve rígido y exigente?” (Benlloch y Aguado, 2020, pág. 1).
Referencias bibliográficas:
Benlloch, C. y Aguado Bloise, E. (2020). Teletrabajo y conciliación: el estrés se ceba con las mujeres. The conversation. Recuperado de https://theconversation.com/teletrabajo-y-conciliacion-el-estres-se-ceba-con-las-mujeres-137023
Borràs, V., Torns, T. y Moreno, S. (2007). Las políticas de conciliación: políticas laborales versus políticas de tiempo. Papers, (83), 83-96.
Carrasco, C. (2001). Hacia una nueva metodología para el estudio del tiempo y del trabajo. Taller Internacional Cuentas Nacionales de Salud y Género. OPS/OMS – FONASA, Santiago de Chile
Durán, María Ángeles (1986). La jornada interminable. Barcelona: Icaria.
Durán, María Ángeles (2002). La contabilidad del tiempo. Praxis sociológica, (6), 41-62.
Moreno, L. (2003). Bienestar mediterráneo y “supermujeres”. Documento de Trabajo, (03-09), 1-15.