Si el día tiene 24 horas y necesito 25, ¿Qué tiempo puedo conciliar?

¿Es el contexto social un facilitador o un obstaculizador de la conciliación? La difícil coyuntura socioeconómica, por un lado,  y el aumento de las desigualdades de género en el mercado laboral, por otro, sitúan a la conciliación como el imposible de los mortales. Sin descartar que en un punto intermedio de este abanico de dificultades, colocaríamos la precariedad e inestabilidad en el mercado laboral (Borrás, Torns, Moreno, 2007)

Como hizo Borrás, Torns y Moreno en su artículo “Las políticas de conciliación: políticas laborales versus políticas de tiempo” en 2007, podríamos distinguir tres perspectivas si vamos a considerar que el verbo conciliar se convierte en una problemática social, individual o laboral.

En una dimensión social hay que tener en cuenta las transformaciones que han acaecido en los últimos años: mayor envejecimiento poblacional e incorporación de la mujer al mercado de trabajo, entre las más significativas. Habría que tener en cuenta el tipo de contrato que nos ofrecen, claro.

En el terreno individual juega un papel fundamental la gestión que le damos a nuestro tiempo, como si no supiésemos gestionarlo, y viniera el capitalismo patriarcal a decirnos como hacerlo.

Y en lo laboral, habría que negociar qué tipo de convenios estamos dispuestas a negociar, salario a cobrar y horarios. Porque somos las reinas de la jornada parcial. Sí, sí. En comparación con el sexo masculino, estamos dispuestas a aceptar contratos parciales, por lo que nos limita nuestra presencia en el ámbito productivo. ¿Y dónde empleamos ese tiempo? ¿En el ocio? ERROR. Lo invertimos en el ámbito reproductor, en ese donde cuidamos a nuestras/os hijas/os y/o personas mayores, hacemos la compra, vamos a pagar los recibos de luz, agua y gas; limpiamos nuestro amoroso hogar, ponemos lavadoras y las tendemos, hacemos la comida para la familia donde también se apunta el “cuñao”… y un sinfín de tareas que como dice mi madre “en esta casa nunca se termina”. Pero es que las mujeres españolas no aceptamos voluntariamente la jornada parcial, si nos comparamos con las europeas (Torns, 2005), entonces… ¿Si no la aceptamos voluntariamente quién nos la impone? Pues sí, el sistema heteropatriarcal, que nos enseña desde niñas que debemos ocupar nuestro espacio privado y que calladitas estamos más guapas. Y sí cobramos una media de 6000 euros menos que los hombres (INE, 2019), pues te callas también. Y si tenemos contratos más precarios y con peores posibilidades de desarrollo a nivel profesional (Torns, 2004), pues calladita y bien sentada.

Después nos preguntarán, como de costumbre pasa cuando se va acercando nuestros 30 años, por qué no somos madre. Según la Encuesta Nacional de Fecundidad del Instituto Nacional de Estadística, que no se realizaba en España desde hace 20 años, casi el 80% de mujeres de 25 a 29 años no tienen hijas/os. Además, entre ser madre o estudiar, nos decantamos por esta última, retrasando nuestra edad a la maternidad conforme mayor nivel educativo tenemos. Aquellas mujeres que deciden no ser madres, ocupan mayores tasas de actividad en el mercado laboral.

Conciliación de la vida familiar, laboral y de ocio, razones económicas y/o laborales, no tener pareja y no querer simplemente ser madres, son los principales motivos para no pretender tener hijas/os en un futuro próximo.

Mujeres, el instinto maternal es una construcción social que se ha inventado el patriarcado para hacernos creer que si no llegamos a ser madres, somos unas fracasadas.

Estudien, trabajen y coloquen su vida en el centro de todo.

Referencias bibliográficas

Borrás, V., Torns, T. & Moreno, S. (2007). Las políticas de conciliación: políticas laborales versus políticas de tiempo. Papers 83, págs. 83-96.

INE (2019). Encuesta de Fecundidad 2018. Madrid: Instituto Nacional de Estadística.

TORNS, Teresa. (2005) «De la imposible conciliación a los permanentes malos arreglos». Cuadernos de Relaciones Laborales, 23, núm. 1. Págs. 15-33.

Una mujer que no tenga control sobre su cuerpo, no puede ser una mujer libre (Margaret Sanger)

“Carla era una niña estudiosa y responsable. Autoexigente. Puntual. Organizada, Cuadriculada. Y también quería estar delgada.

Ahora es una veinteañera muy guapa por dentro, aunque a veces se le olvide. También se quiere muy poco. Tiene un brillo especial en sus ojos. Siempre da las gracias, pide perdón y por favor. Tiene una sonrisa que transmite alegría, le dicen sus compañeras/os del trabajo, donde ahora se desarrolla profesionalmente. Pide cariño, ofreciéndolo. La quieren bonito, le dicen. Quiere crecer y que la vida no le asuste. Su primera visita al infierno del hambre fue con veinte años. Quizá episodios de anorexia, de atracones y finalmente de bulimia; y en ese dolor gratuito se mantiene. Ha sentido que la vida se le escapaba, en sus crisis y en sus vomitonas. No se pesa. No se mira al espejo. Consecuencias de la bulimia: amenorrea y anorgasmia en ocasiones. Dolor de estómago. Estreñimiento. Atracones. Ayunos. Deporte excesivo. Alejamiento social. Imagen propia distorsionada. Dismorfia corporal.

Determinados recuerdos le hacen revivir su película”.

Ya citaba Descartes en su Discurso del método de 1634 que El cuerpo es concebido como materia en bruto, completamente divorciado de cualquier cualidad racional: no sabe, no desea, no siente. El cuerpo es puramente una «colección de miembros» (Citado en Federici, 2010).

En esta sociedad patriarcal y capitalista nuestro cuerpo se ha convertido en instrumentos en los que el mundo se comunica con nosotras a través de ellos. En el siglo XXI, las mujeres también mueren de hambre. Anorexia y bulimia. Bulimia y anorexia: las nuevas enfermedades sociales de la cultura occidental (Gil, 2005).

La sociedad esclaviza a mujeres que quieren ser libres y que se sienten presas de la moda. Mercantiliza y cosifica sus cuerpos. En palabras de Nuria Varela (2008): “La sociedad busca, fomenta, mujeres perfectas y las niñas reciben esta presión, pero cuando llega la adolescencia se quiebran porque no son capaces de seguir las exigencias de su entorno».

Existe un orden patriarcal en el que los cuerpos de las mujeres, su trabajo, su sexualidad y reproducción han sido situados bajo el control del Estado y transformados en recursos económicos (Federici, 2010).

El cuerpo es utilizado como recurso para el éxito social, incluso se utiliza para ganar dinero en la prostitución y/o también los vientres de alquiler, es decir, vendemos nuestro cuerpo al sistema capitalista. ¿Qué tiene de similar la prostitución y los vientres de alquiler? Convierten el cuerpo femenino en un cuerpo de libre acceso para que los demás disfruten de él (De Miguel, 2019).

Entonces Carla, ¿a quién vende su cuerpo? El neoliberalismo ha convertido a nuestros cuerpos en una mercancía que pretende ser vendida para sacarle el máximo rendimiento. Para tener el aspecto que al patriarcado le gusta, tendríamos que quitarnos muchas cosas: nos quitamos kilos, arrugas, canas… Los medios de comunicación de masas nos bombardean con un ideal de belleza basado en la delgadez, juventud y perfección, que ha dado lugar a una gran industria estética que nos vende un cuerpo delgado como único éxito social (Rodríguez, 2017).

Referencias bibliográficas

De Miguel, A (28 de abril de 2019). “Si un político defiende que la prostitución es un trabajo como cualquier otro, debería demostrarlo prostituyéndose”. El diario. Recuperado de https://www.eldiario.es/aragon/sociedad/politico-prostitucion-cualquier-demostrarlo-prostituyendose_0_893110956.html

FEDERICI, Silvia (2010): Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria. Traficantes de Sueños. Madrid. (ed. Original inglés, 2004). Pág. 179-219

Gil-García, E. (2005). Anorexia y bulimia: discurso médicos y discursos de las mujeres diagnosticadas (Doctoral dissertation, Universidad de Granada).

Rodríguez, A. (2018). Trastornos de la conducta alimentaria: estudio de variables clínicas y propuesta de una tipología (Doctoral dissertation, Universidad Complutense de Madrid).

Varela, N. (2008). Feminismo para principiantes. Barcelona, España. Ediciones B, S. A.

Canibalismo de hogar

Se han encargado a lo largo de la historia de elaborar modelos económicos centrados en el mercado, desligando a la economía de la reproducción social, como si fuesen desconocidos, es decir, las escuelas economistas se han centrado exclusivamente en estudiar la producción del mercado.

La teoría valor trabajo iniciada por Adam Smith, en la que se considera que el trabajo es pieza fundamental para cuantificar el valor, teoriza de manera diferente la actividad que realiza los hombres frente a la que realiza las mujeres: trabajo en la industria vs tareas del hogar. Esta clasificación tiene unas desventajas, por supuesto ¿para quién? Para nosotras. Actividad realizada sin remuneración, pero a la que se le otorga una importancia relevante porque es necesaria para la sostenibilidad de la vida humana, ya que se considera indispensable para que los hijos se conviertan en trabajadores productivos y contribuyan a la riqueza de las naciones (Smith, 1988).

El sistema capitalista posiciona al hombre en el ámbito productivo-público mientras que a la mujer en el ámbito reproductivo-doméstico-privado, es decir, en la esfera de los cuidados. ¿Qué ocurre con esta clasificación económica de los trabajos? La actividad socialmente asignada a las mujeres, queda incluida en la invisibilidad de una valoración social.

Tanto el pensamiento económico clásico, como posteriormente el neoclásico, niega que las tareas realizadas en el hogar sean consideradas una categoría económica, porque claro, no son actividades remuneradas en el mercado. ¿Podría subsistir el mercado sin la labor que se realiza en los hogares? ¿Quién está exento/a de cuidados? Las necesidades de cuidados están íntimamente atadas a la idea de dependencia, y ésta es una característica intrínsecamente universal porque todas y todos. Somos personas dependientes y necesitamos cuidados en algún momento de nuestra vida; ya sean biológicos y/o emocionales.

Está claro que la economía es androncentrista y que le conviene ocultar y explotar el trabajo que se realiza en los hogares, que históricamente han recaído en la mujer: excluyendo estas actividades domésticas y de cuidados del sistema de mercado, se invisibiliza a la mujer (Carrasco, 2009).

Imaginarse un iceberg como representación de la sostenibilidad de la vida. La parte visible, por encima del agua, sería el mercado de trabajo, la actividad remunerada. La parte oculta, se asocia a los cuidados, afectos, alimentación… es decir, ese trabajo no remunerado ni reconocido que sostiene la punta del iceberg.

Los hombres siguen desentendiéndose de las tareas domésticas y de los cuidados. Las mujeres mientras tanto, hacen malabarismos con los recursos disponibles: familiares (sobre todo echa mano de las abuelas), “comprando cuidados” (pagando a una persona externa). Este último, conlleva a la precariedad del trabajo y entra en juego las cadenas globales de cuidados, es decir, una mujer migrante que transfiere cuidados a otras mujeres dejando sus propias responsabilidades de cuidados en sus países de origen, que, a su vez, será asumido por otra mujer. ¿Quién se beneficia de todo esto? Los hombres, el Estado y las empresas (Orozco, 2010). O bien, sacamos nuestro super poder y nos convertimos en “supermujeres”. ¿Qué se entiende por “supermujeres”? Según aporta Luis Moreno en el año 2002, por ‘supermujer’ nos referimos a un tipo de mujer mediterránea que ha sido capaz de reconciliar su trabajo no remunerado en el hogar con sus cada vez mayores y más exigentes actividades profesionales en el mercado laboral formal (mayoritariamente entre los 40- 59 años de edad). Los sacrificios que realizan estas supermujeres contribuyen al crecimiento económico y facilita la expansión del gasto público en otras áreas. Considerada como ‘situación imposible’ la sobrecarga laboral por Nicole-Drancourt en 1989, la supermujeres han sido capaces de completar ‘jornadas interminables’ (Durán, 1986) a lo largo de sus vidas. (Citado en Moreno, 2002)

Y de “supermujeres” pasamos al “hombre champiñón” ¿Conocéis al hombre champiñón? Es un término popularizado por la economista feminista Amaia Pérez Orozco. Si pongo en Google esas palabras, lo primero que me sale es un vídeo de Irantzu Varela del 2017. Lo describe como varón, adulto, blanco, heterosexual, independiente económicamente, sin ninguna discapacidad, que no tiene responsabilidades de cuidados y que no necesita que nadie lo cuide. Amaia define al trabajador champiñón como “aquel que brota todos los días plenamente disponible para el mercado, sin necesidades de cuidados propias ni responsabilidades sobre cuidados ajenos, y desaparece una vez fuera de la empresa”.

Y, a todo esto, ¿qué pretende aportar la economía feminista? En primer lugar, reivindica poner la sostenibilidad de la vida en el centro, qué entendemos por una vida que merezca la pena ser vivida (Orozco, 2010). Por otro lado, que los cuidados estuvieran incorporados en el sistema económico y hubiera una reorganización social de los cuidados que no recayeran exclusivamente en las mujeres.

Considerar a los cuidados como base fundamental de la economía, y pararnos a pensar cómo nos sentimos como personas.

Referencias bibliográficas:

Carrasco, C. (2009). Mujeres, sostenibilidad y deuda social. Revista de educación, (1), pags. 169-191.

Moreno, L. (2002). Bienestar mediterráneo y «supermujeres». Revista Española de Sociología, (2), pags. 41-57. ISSN: 1578-2824.

Orozco, A. (2010). Diagnóstico de la crisis y respuestas desde la economía feminista. Revista de Economía Crítica, 9(1), 131-144. ISSN: 2013-5254

Smith, A. (1988). Investigación sobre la Naturaleza y Causas de la Riqueza de las Naciones. Madrid: Oikos-Tau (e.o. 1776).